El Programa Las Víctimas Contra Las Violencias del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, con la coordinación de la Dra. Eva Giberti, tiene como finalidad principal poner en conocimiento de la víctimas cuáles son sus derechos para exigirle al Estado el respeto de los mismos y la sanción de las personas violentas que la hayan agredido. De este modo, se busca que la víctima supere su pasividad y reclame por sus derechos.

viernes, 15 de junio de 2018

ABORTO


*Por Eva Giberti


**Raúl Alfonsín acababa de asumir. Había seleccionado su gabinete para iniciar el camino hacia la democracia restituida. Pensó que debía ocuparse de temas referidos a los derechos de las mujeres y solicitó la colaboración de quien era una figura indiscutible en ese tema: María Elena Walsh. Ella había luchado –en sus historias, en sus declaraciones, en sus canciones– defendiendo los derechos de las mujeres y personalmente era una figura ejemplar.

Así fue como María Elena concurrió a Casa de Gobierno varias veces hasta que en una oportunidad ella pronunció la frase terrible:
“Presidente, habría que legislar sobre el aborto”. María Elena contaba, con cierta indignada sorpresa, que el presidente no quiso oírla y ella desistió del intento (por la manera de contarlo podemos imaginar que el presidente se asustó). Desistió de tal modo que no volvió a la casa de Gobierno. Una lástima, se perdió una asesoría formidable acerca de los derechos de las mujeres, pero los tiempos históricos dicen que no era el momento.

En esa misma época yo escribí un artículo sobre el aborto en la Revista de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) y recibí una reprimenda porque algunos socios, que pensaban de otro modo, se habían quejado.

En 1985 Laura Klein decidió presentar su libro Fornicar y Matar, destinado a reflexionar acerca de temas asociados con el aborto, un libro duro, inquietante, que años más tarde revisó y volvió a editar. En aquella primera oportunidad, en medio de un suspenso significativo y con cierto temor por las reacciones que podrían aparecer en el público que conociera su contenido, lo presentamos Magdalena Ruiz Guiñazú, otra persona, un varón prestigioso cuyo nombre no recuerdo y yo.
Anteriormente, desde hace décadas, las feministas reclamábamos, en grupos o mediante intervenciones personales, el derecho al aborto como tema de salud pública. Conocíamos las limitaciones de la demanda y no ignorábamos que enfrentábamos creencias arraigadas y obediencias religiosas.

Actualmente, el Proyecto –cuyos antecesores merecen citarse– se encontró inmediatamente frente a su contraproyecto. Lo cual es valioso y es imprescindible. Porque los contraproyectos, según sea su fuerza, contribuyen a definir el poder y la racionalidad del Proyecto.

Cuantas más ridiculeces y carencias de argumentaciones racionales propongan los contraproyectos, mucho más se evidencian las operaciones lógicas que sostienen los diversos  capítulos del Proyecto. Por ese motivo –y otros– no conviene enojarse con quienes agitan posturas que representan el contraproyecto, porque son necesarios para contrastar, por una parte la racionalidad, la inteligencia emocional, la solidez estadística, el diseño de un  plan y por otra parte las creencias. Así como agitan la torsión de un humanismo ajeno a toda sensibilidad científica del contraproyecto.

En la actualidad, celebrando la visibilización del tema, hemos escuchado, resurgiendo de antiguas oscuridades, la reiteración de un argumento cuya perversidad es peligrosa porque hay ingenuos/as que lo repiten: “Y… podrían tenerlo y después darlo en adopción…” Yo podría oponerle un argumento sentimental porque conozco de muy cerca la experiencia con mujeres que ceden sus criaturas en adopción: las que lo hacen porque no pueden darles de comer y se quedan con otros hijos mayores, por ejemplo. Y conozco ese dolor, inimaginable. Pero ceder una criatura a la que se maldijo desde su existencia deseando abortarlo también implica sobrellevar el embarazo, el parto y asumir el momento de la cesión que constituye un “trámite” angustiante e inolvidable. Pero éste es un argumento sensible. Mi argumento es otro. Los que sostienen “Y… que lo dé en adopción”… convierten el útero de la gestante en un objeto, por lo tanto, convierten a esa mujer en un objeto preñado para asistir a otra mujer, que esa sí que sería una persona porque querría ser “madre” de esa criatura, a su vez objeto de intercambio, perpetrado institucionalmente como forma exquisita de violencia.
Esa mujer que quiere abortar se convertiría por obra y gracia de “los generosos” en una cosa, en un útero al servicio de otros, mientras ella soporta su pesadumbre durante los meses de gestación habiendo dejado de ser persona: es solamente un útero, una víscera que alrededor no tiene una persona mujer, sino “ la que quiere abortar”. Además, gratuito, porque tampoco es un útero subrogado. Esa es la perversidad. Perversidad quiere decir sentir placer en dañar a otra persona.

Hemos escuchado sandeces de toda índole durante estos días y hemos confirmado que las creencias pueden sostener la buena fe de muchas personas que realmente piensan en sus argumentos, pero no han decidido revisar sus pensamientos.

Y hemos escuchado la graciosa implementación de la  equidad de quienes dicen: “Es una cuestión muy personal… Yo no puedo opinar, tendría que ver en cada caso”. Y así, claro, no opinan.

Es muy interesante porque han tenido que darse cuenta que existe algo importante en lo cual podrían pensar y generarse a sí mismos una opinión acerca de la vida y los derechos de las mujeres.


La tensión ha sido el pródromo de estas horas en las que nada y todo se sabe. Llegará el alba con la noticia. La vida ya sabe que hay una frase que hace años murmurábamos, gritábamos, pedaleábamos y reclamábamos: ¡Aborto legal, seguro y gratuito!

* Coordinadora del Programa Las Víctimas Contra Las Violencias 
** Publicado en Página/12 el día 14/6/2018

jueves, 31 de mayo de 2018

MALAS COSTUMBRES


* Por Eva Giberti

**Alcanza con subir a un subterráneo para comprobar la realidad de la situación: los varones se sientan despatarrados, con las piernas abiertas ocupando su asiento y el que está a su lado.

Puede observarse el fenómeno si el asiento vecino está desocupado, y si por el contrario está ocupado por una mujer, el modelo es el mismo: ellos se abren de piernas y empujan a la mujer que se sienta a su lado. Si es otro varón, entre ellos se entenderán, ambos despatarrándose mutuamente.

El fenómeno se llama “manspreading”, según la nomenclatura que los ingleses(norteamericanos) encontraron para describirlo.

Se trata de ocupar el espacio y exhibir una abertura fálica que se extienda de Este a Oeste sin la menor consideración por la persona que se sienta a su lado. Algunos varones consultados explican. “No lo hago a propósito. Es un gesto que me sale espontáneamente, no pretendo molestar...” Otros dicen: “Es que los varones precisamos más espacios para no apretar lo que cuelga...” Argumento que los investigadores han defenestrado al mostrar  con dibujos la anatomía masculina, que tal explicación no corresponde a la localización del pene cuando los varones se sientan: cuando así sucede, “el pene no cuelga entre las piernas, sino que está en el bajo vientre, en el pubis y sale hacia adelante, no hacia abajo”. Lo cual responde a una razón biológica, facilita la posición de la hembra para procrear. Estos párrafos, tomados de Rafael de la Rosa (biólogo), los aporto al margen de la interpretación política de esa postura masculina, que excede la raigambre biológica. Cualquiera sea el modelo o el estilo, el varón intenta ocupar espacios de acuerdo con las que considera sus necesidades transformadas en derechos. Tanto es así que podemos creer en su descargo: “Me sale espontáneamente, no pretendo molestar”. Efectivamente, la cultura patriarcal en la cual los varones militan desde niños les enseña justamente que pueden “hacer lo que quieran” con sus cuerpos, porque es su derecho, para eso son varones, o sea portadores de órgano masculino que los dota de poder, vigor y fuerza en relación con la inferioridad femenina. La exhibición fálica de las piernas abiertas, para que todas contemplemos la oculta y sugerida anatomía que los diferencia de las mujeres, impone una violación visual. Es el efecto de lo que ellos consideran un derecho: despatarrarse cuando se sientan. 

Otra mala costumbre.

Asistíamos a una reunión donde muchas personas estaban preocupadas por las diferentes cotizaciones del dólar. Entre los asistente había gente experta en el tema y una de ellas era una joven gerenta de una institución bancaria. Durante el diálogo tomó la palabra hablando con la solvencia que le aportaba su posición: “Los procesos de endeudamiento y el vencimiento de las Lebacs...” No pudo continuar porque un señor canoso la interrumpió: “Permítame corregirla...” y comenzó a esgrimir sus razonamientos que poco y nada tenían que ver con lo que la joven experta había comenzado a decir. Cuando finalizó, la joven intentó retomar incluyendo algunos puntos que este señor había expresado: “Las líneas de financiamiento comprometen el juego...” Nueva interrupción, esta vez por un joven que criticaba las líneas de financiamiento y así continuó la reunión hasta que por fin, después de varias interrupciones y merced a la persistencia y decisión de esta joven experta, logró  expresar su punto de vista.

Yo era silenciosa espectadora de aquel singular intercambio que socarronamente podría llamar diálogo y que ilustraba brillantemente otra mala costumbre de los varones: interrumpir el discurso o la palabra de las mujeres, ya sea para “corregir”, para dar “consejos” pero siempre para  arrancarle el derecho a la palabra de las mujeres.

Interrumpir a la mujer que habla es algo que sucede sistemáticamente en la universidad, en las reuniones de consorcio, en las sobremesas familiares, en donde queramos encontrarlo.
¿Por qué? Porque ya desde el Paraíso Eva no habla. Desde el mito bíblico a Eva le está prohibida la palabra. Es Adán quien responde a Yave para acusar a Eva: “La mujer que me diste por compañera me tentó y me dio la fruta...”(sin comentarios).

El hecho es que tradicionalmente la mujer no es escuchada y los varones actuales (algunos) siguen fielmente esa tradición interrumpiendo a las mujeres cada vez que toman la palabra ya sea en un tema intrascendente o en un tema trascendente, cualquiera sea el motivo, la cuestión es interrumpirla, preferentemente para corregirla o peor aún para darle un consejo.

La joven experta, mucho más preparada técnicamente y con notable experiencia que cualquiera de sus interruptores, no alcanzó a llevar adelante su defensa, que hubiese sido, por ejemplo, en lugar de admitir la interrupción, bloquear al primero para decirle: “Estoy hablando yo y voy a terminar de exponer mi pensamiento”. Frente a esa respuesta es probable que el sujeto insistiese “Pero permítame, yo quería corregirle...” Y ella podría responderle: “Señor, Usted no puede corregirme porque me interrumpió y no escuchó hasta el final lo que tengo para decir. O sea, manténgase callado hasta que yo termine de hablar”.

¿Saben por qué las mujeres no avanzamos con este índole de respuestas que serían las lógicas y razonables? Porque nos enseñaron a ser simpáticas y a no chocar con los varones, dándoles siempre el lugar para escuchar su palabra.
Entonces, atención las mujeres con esta mala costumbre de los varones. Solo aprenderán a corregirse si nosotras pasamos por encima de la educación patriarcal que recibimos.

* Coordinadora del Programa Las Víctimas Contra Las Violencias
** Publicado en Página /12 el día 31 de mayo de 2018



lunes, 9 de abril de 2018

ULTRAMODERNIDAD


* Por Eva GIberti 

**Tal vez llame la atención la notoria sucesión de denuncias referidas a abusos sexuales y acosos laborales que parecerían haberse despertado  sorpresivamente, cuando en realidad acaecieron hace diez o más años.

Como si se hubiesen dado cita las protagonistas de dichas denuncias y de repente y al mismo tiempo recordaran algo sumergido en el olvido. Sin embargo, muchas de ellas fueron explícitas: no hubo olvido alguno, solamente no pudieron hablar del hecho cuando fueron víctimas. Las condiciones no estaban dadas, el temor a ser estigmatizadas por haber sido víctimas, la vergüenza por lo mismo, la cercanía familiar del abusador, la dependencia del acosador, todas circunstancias capaces de silenciar la palabra culpabilizadora.

El tiempo transcurrido entre el hecho y la declaración actual, preferentemente por los medios de comunicación, abrió una suma de sospechas por parte de quienes no quieren escuchar los datos que dejan al descubierto la proporción de acosos laborales y abusos sexuales que sobrellevan mujeres, adolescentes y niñas. Desconfían y más aún afirman que se trata de inventos destinados a perjudicar a varones conocidos o famosos, pero nunca  afirmaciones verdaderas, como si la antigua memoria que se ha despertado, por ser antigua careciese de verosimilitud.

De este modo aparecieron las palabras de niñas abusadas sexualmente que estuvieron escondidas veinte años y de jóvenes mujeres que hoy en día cuentan cuál fue el precio que algún varón puso para mantenerle su contrato de trabajo.
Lo interesante de este fenómeno social fue la veloz aparición de otras mujeres que inmediatamente se asociaron a las que primero habían hablado y sumaron su narrativa reproduciendo el propio padecimiento como víctima de acoso o de abuso sexual. ¿Solidaridad femenina? ¿O quizás lo que se denomina sororidad como una forma de entendimiento y defensa entre mujeres, uno de los principios del feminismo? Podría tratarse de ambas, pero ¿por qué ahora estas mujeres salen a contar –también en otros países– e innumerables otras se suman alzando su voz al unísono?

Porque la solidaridad y la sororidad siempre existieron. Tal vez, las tesis de los actuales filósofos acerca del cambio de escenario en el cual no movemos los seres humanos no sea ajeno a estas irrupciones de las mujeres que en distintos territorios están mostrando su potencial activo. “Se trata –dicen– de la producción de la existencia humana en nuevos contextos históricos”. Se trata de nuevas prácticas sociales, nuevas prácticas estéticas, nuevas prácticas de sí mismo en relación con el otro, con el extraño. No es un asunto de subjetividades aisladas sino de articulación: del socius en estado mutante.

El socius en estado mutante es la mujer que repentinamente decide hablar porque para ella ha cambiado el escenario, vive en un nuevo contexto histórico en el que ya no se habla solo de hombres y mujeres, también de personas trans, en el que la violencia familiar ha sido visibilizada y es delito, en el que la tecnología forma parte sustantiva del mundo, las máquinas informáticas regulan las actividades, los dispositivos digitales aportan los conocimientos por adelantado, es decir, un mundo de seres humanos que han comenzado a llamarse sujetos de la ultramodernidad. Que vigilan y son vigilados, son protagonistas y observadores, artistas y espectadores al mismo tiempo (Groys, 2008). Así como las mujeres que describo.
Estos escenarios no son específicos para las mujeres, pero podemos ensayar el posicionamiento de este fenómeno de la memoria retrospectiva que es hablada por las mujeres en una intersección de este escenario actual con la modernidad de la cual provenimos y que vamos dejando atrás.

Las mujeres, hijas del patriarcado, criadas por familias machistas, cualquiera fuese su clase social, son las que paulatinamente han ido reconociendo las voces de otras mujeres llamadas a desordenar el orden que el jefe de familia instauraba. Son las que leyeron los artículos incendiarios que se infiltraban en los periódico y revistas “para mujeres” donde históricamente se privilegiaban las recetas de cocina y se enseñaba a corte y confección, las que se desabrocharon los corpiños para no usarlos más, las que se enfrentaron al padre para vestirse según su propio deseo, las que empezaron a reunirse con otras mujeres para hablar de la opresión que padecían por ser mujeres; todo ello facilitado porque encontraban eco en un mundo que les permitía comunicarse entre ellas y con el mundo. Porque salían de sus casas mediante los aparatos digitales y las pantallas que reproducían a otras mujeres y las espejaban a ellas mismas autónomas o independientes.
Se movían en un escenario diferente donde el que fuera orden instaurado se mostraba peligroso y opresor y en el que ellas debían mantenerse en silencio. Allí fue donde generaron las palabras en voz alta, ajenas a las melodiosas voces que siendo niñitas habían aprendido a pronunciar “para no molestar” a los mayores y para no parecer contestataria ante los mandatos del varón. Así aprendieron que gritar no equivale a estar loca, tampoco a ser “maleducada” sino a la necesidad de sobrepasar la ronca y áspera voz del macho que desde ella ocupa todos los lugares de la civilización.

Una nueva vida para quienes quieran traer a la superficie aquellos hechos que las torturaron durante años, auspiciando territorios para la memoria  En la ultramodernidad se construyen escenarios donde las mujeres, que son protagonistas de un nuevo poder, se amontonan para sostener la palabra de la mujer que denuncia y demanda justicia.

* Coordinadora del Programa Las Víctimas Contra Las Violencias 
** Publicado el 5 de Abril del 2018 en el diario Página/12